1. Magnífico prólogo de su libro "El arqueólogo enamorado"  

    Trato de imaginar el placer que sienten los matemáticos cuando dan con una fórmula o cuadran una ecuación. Es difícil, pero lo imagino. Lo más cerca que he estado yo de ese placer fue cuando saqué una cara del cubo de Rubik. <<¡Eureka!>>, grité entusiasmada. A la gente de letras, esa clase de emoción no le resulta tan familiar porque el material de la humanidad es sensible y está sujeto a cuestionamiento. Hay excepciones, claro. Champollion también debió de gritar <<¡eureka!>> cuando encontró las claves de la Piedra Rosseta. Descifrar un jeroglífico es como redondear un puzle o completar todas las caras del cubo de Rubik. Incluso como resolver un solitario. Yo no entiendo de fórmulas matemáticas ni de cubos de Rubik, pero practico con frecuencia la suerte del solitario y conozco a un arqueólogo que se pasa la vida intentando encajar los puzles de la Historia. Sé pues de lo que hablo.


    El arqueólogo al que yo conozco es un personaje hermético y ensimismado, no usa traje ni corbata, cultiva poco la vida de los urbanitas y camina siempre por senderos que van en dirección contraria al futuro. Se diría que no tiene sueños por que vive pegado a la tierra, cuando no por debajo de ella (el hábitat natural de los arqueólogos es la <<cata>>, un hueco excavado en el suelo cuya estratificación permite observar las sucesivas huellas del tiempo: lo más antiguo, en el fondo, y lo más moderno en la superficie). Los arqueólogos, como los paleontólogos, son gente especial poco apegada a las modas. Unos reconstruyen al hombre a partir de los huesos y otros reconstruyen la vida a partir del hombre que trabajó las piedras. A quienes vivimos de cara al futuro y sólo remontamos la ruta de la memoria para hacer álbumes de fotos, las piedras y los fósiles nos hablan con lenguaje mudo. Miramos al pasado en cuanto que explica el presente y constituye su telón de fondo, pero nuestra relación con él está mediatizado por la nostalgia. Para un paleontólogo o un arqueólogo, en cambio, el pasado es expresivo en sí mismo y no necesita justificarse. Oyéndoles hablar, tres mil años no es nada: siempre parece que fue ayer. Su familiaridad con el tiempo muerto y la magnífica conservación de algunos monumentos contribuyen a afianzar esa percepción. 

    Pero Egipto no es un espejismo. A orillas del Nilo, los templos se mantienen firmes y recortados como el decorado de una película histórica que hubiera sido rodada hace nada. Y quien dice Egipto dice las ruinas de Palmira o la España romana, macroescenario de una civilización que se empleó a fondo en las obras civiles. Yo he recorrido muchos de esos lugares con el arqueólogo que conozco. No siempre es fácil hacer una traslación mental y ponerse el chip de un egipcio o un romano antiguos. Los turistas somos agentes pasivos que recibimos la información sin alterarnos. Llegamos, vemos y nos vamos. Las inmersiones culturales de urgencia suponen tal caudal de fechas y nombres que, lejos de aclarar las cosas, nos sumen en una confusión mayor. Rarísimas veces he tenido acceso a la intrahistoria de los descubrimientos arqueológicos: qué los hizo posibles y cuántas batallas se libraron para mantenerlos a salvo de caciques y especuladores. El arqueólogo que yo conozco me puso en disposición de ánimo ayudándome a interesarme por las anécdotas. Y de las anécdotas, a la categoría. Los avatares de la Dama de Elche -ora miss en el Louvre, ora tesoro cuestionado- no sólo aportan luz sobre al arte ibérico,  sino sobre los falsificadores de estatuas y los grandes expolios de la humanidad. 

    Muchos yacimientos arqueológicos justificarían sobradamente un libro para cada uno de ellos. El arqueólogo que yo conozco ha sabido iniciarme en sus secretos con maestría docente y periodística. Ha pedido prestada del periodismo la habilidad de contar historias, lo cual no deja de resultar chocante, pues si hay alguna disciplina en las antípodas de las Ciencias de la Información, ésa es la Arqueología. Mi arqueólogo de cabecera siempre ha albergado recelos hacia el periodismo. Creo recordar que de niño iba para artista. Le gustaban las artes plásticas y tenía una disposición innata para la música, pero se torció pronto y cambió los pinceles y el órgano electrónico por las excavaciones arqueológicas. Lo recuerdo con sandalias de cuero viejas (cuanto más usadas y más adaptadas al pie, mejor), cubierto de una leve capa de polvo que parecía haber hecho costra en su piel y luciendo un <<moreno agromán>>, como llamaban los pijos al bronceado del sector de la construcción: los brazos a rayas y la cara renegrida. Cualquiera habría dicho que se pasaba las horas al sol. Realmente era así. Sus campañas de verano le oxigenaban durante todo el año. Más tarde se sumergió en la historiografía y fue adquiriendo una palidez macilenta y casi verdosa, como si la pantalla del ordenador se hubiera mimetizado con su cara. Vivía en una especie de viaje astral permanente. Cuando no estaba en la Real Academia de la Historia, se encontraba en la Biblioteca Nacional o en el Museo Arqueológico. Y si no, en la inmensidad del ordenador, donde tenía una cata y en ella acariciaba su vocación no correspondida. Era un romántico de la arqueología y hasta su físico desprendía el halo de los viejos poetas y viajeros: la melena rubia y descabalada,  los ojos claros, la barba de poeta maldito y el gesto de desdeñoso y ausente. A ratos parecía lord Byron. A ratos, John Lennon.

    He visto trabajar a los arqueólogos (lector: aparta de ti la funesta manía de evocar a Indiana Jones) y los he admirado secretamente. El gran puzle de la historia depende de ellos. En su corazón el tiempo hace mella. En sus manos las piedras adquieren la elocuencia de un poema épico.

    No lo he dicho, pero el arqueólogo que yo conozco es mi hijo.

    CARMEN RIGALT



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